Primer lugar en el género Cuento – Categoría de 14 a 19 años
VIII Concurso de literatura “Mónica Bravo” – Colegio Tilatá
23 de octubre de 2022, Bogotá D.C.
Han pasado veinte años desde aquella tarde de noviembre del 2002, cuando cuarenta hombres y trece menores de edad murieron calcinados mientras trabajaban en una fábrica de vidrio soplado, al sur, en la montaña de San Cristóbal.
En su momento, estimarían las autoridades que se había tratado de un fallo en los tubos que llevaban el diésel para mantener el horno prendido (un horno que no se apagaba en ningún momento, que alcanzaba miles de grados y que consumía cantidades ingentes de combustible), tal vez un derrame o un sobrecalentamiento habría provocado el accidente. Sin embargo, el propietario de la firma, declaró y presentó evidencia de la imposibilidad de tal hecho, pues semanas antes se habrían hecho múltiples reparaciones, capacitaciones y revisiones del personal y del sistema de la fábrica. Agentes de la policía investigadora en conjunto con miembros del Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, días más tarde, publicarían un informe donde revelaban detalles que hacían las causas aún más difusas: mostró que era improbable que algo hubiera fallado.
La discusión siguió estancada y las causas permanecieron ocultas por mucho tiempo. Mas, en el año de 2007, una corta crónica que fue publicada en la revista Cambio dio una insospechada luz sobre el tema. El editor que tenía la revista en ese entonces comentó brevemente, a modo de fe de erratas y de epílogo para el texto, que “a pesar de sus errores estilísticos, alguna que otra cacofonía y de su ritmo, guarda algún descubrimiento”. La crónica sigue con ojo enfático los últimos días del presunto perpetrador, describiendo sus andadas y trabajos. El texto se perdió por muchos años hasta que se republicó en mayo del 2021. El autor del texto, sería un periodista ya reconocido en esta época, hablamos de Germán Castro Cambeiro.
Se transcribe la crónica, editada, solo con las partes que se consideraron esenciales en su momento.
“Se despertó y todo estaba oscuro. El sol apenas asomaba por la cordillera, todavía quedaban algunas estrellas encendidas, al este. Había copetones que trinaban en los cables eléctricos y mirlas que se empapaban con el agua estancada de los charcos.
Se despertó y sus manos buscaron en la cama algún otro cuerpo, pero no encontró ninguno.
—Maria Luisa ya se debió de haber salido.
Sus ojos divagaron perezosos por las maderas de la puerta hasta que sus pies los siguieron y se llevaron mutuos al pasillo, por las escalera, cuidándose del último escalón, por los muebles, y a la alacena. Calentó agua con un poco de dulce de caña en una olla abollada; molió algunos granos secos sobre un colador y esperó al vapor, para que algo le calentara el rostro.
Se fijó en las polillas muertas de su zaguán mientras abría la puerta y entraba en la desdeñosa calle de la desdeñosa ciudad.
Se fue a través de un jardín seco de abrojos y lantanas. Cuesta arriba. Iba ligero como polvo en el viento. Subió escaleras de cemento, tomó aire en varias esquinas. Le gustaba ver como el cielo se esclarecía con cada paso que daba —a su padre también le había gustado mirar al cielo.
En lo alto de la escalinata, posado frente a la tienda de Carola, esperaba el viejo Alfonso. Un anciano que necesitaba una silla de ruedas para andar y que se paseaba por toda la localidad vendiendo los boletos de la lotería. A esa hora, Alfonso, en el andén, aguardaba que pasara alguna sombra para venderle el primer boleto del día. Y ya tenía aquel boleto en la mano cuando llegó el caminante apurado para comprarle, no se dijeron nada y cada uno recibió lo suyo. Cuesta arriba.
“El horno suena como el río”, pensó al oír que se acercaba a la fábrica. Se detuvo un momento antes de entrar.
La fábrica estaba presidida por un gran portón negro, un gran portón con una pequeña puerta insertada para el peatón necesario. Tenía grandes paredes de gres oscura que sostenían un techo de lata adornado por miles de telarañas abandonadas.
Entró por la puerta pequeña. Dentro, los vapores ardientes del horno se apretujaban junto con todas las cosas. El lugar estaba colmado de trabajadores. Los más experimentados conservaban las marcas de todas sus horas: los codos arrugados, las manos negras; muchos no oían tan bien, muchos tenían la voz ronca y los pulmones decrépito. Todos tenían que prescindir de sus camisas para poder moverse. Se los podía ver con un delgado tubo metálico y con alguna herramienta de madera. Estaban dedicados a fundir el vidrio en el horno, volverlo maleable y plástico, y darle una linda forma. Con pericia le arrebataban al horno grandes gotas del cristal incandescente, las moldeaban como Dios moldea la arcilla, soplando desde dentro para darle la vida con su aliento. Todos hacían de la fábrica una línea maravillosa. No demoró en incorporarse él también.
Hacían, en aquella fábrica, muy lindas copas catavinos, vasos cordiales bien medidos y jarras como floreros.
Cuando entró de nuevo en su casa ya estaba oscura la tarde. Abrió con dificultad la puerta y cayó en una silla.
Sus pies eran rebeldes y sus ojos como trastes. Ya subía las escaleras en busca de su cobijo, cuando se acordó del boleto de lotería que había comprado. Buscó con afán el teléfono.
—Buenas noches, señorita —dijo mientras se apiñaba sobre una sillita, miraba intranquilo su boleto—, ¿con la lotería de Bogotá?
Apenas colgó el teléfono su cara estaba llena de lágrimas. Sintió más profundo el silencio y la espesura de aquella nostalgia que rondaba y le acompañaba. No supo dónde ocultar su cuerpo que era un bagazo seco y olvidado. Ahora los copetones y las mirlas seguían viajando sin saber que una música turbulenta se estremecía y le llenaba la cabeza, volviéndolo como las polillas muertas y como las flores marchitas; era una música que le endulzaba los labios y le contaba historias felices en el oído; una música que salía directo de su hallazgo, pues él —el constante, el que no se peinaba nunca, el que era como las polillas, el que amó al dibujo y la a la lectura, el de los zapatos rotos, el que se deleitaba con un buen café, el que miraba al cielo, el que odió a su padre, el que compró una pequeña cuna en el mercado—, después de una cansada vida de pesca, había encontrado, por fin, la perla del mundo.
Al día siguiente se despertó, y, sin pensar siquiera, bajó a prisa para sacar de su alacena los panes con semillas que se herrumbraban esperando reunión. Comió casi embutiéndose la comida sin tomar nada más que el aliento para buscar que ponerse luego. Eligió una camisa azul, de vehemente azul. No se despidió de nadie cuando salió. Subió las escaleras y se fue por las calles, miró al cielo y miró dos veces. Saludó a Alfonso, el cual quedó extrañado al sentir su voz. Siguió las aguas del río hasta su desembocadura. Una vez dentro, a la luz de todas las telarañas, calentó un tubo metálico y arremetió contra los tanques de diésel, provocando que el fuego del horno lo inundara todo, haciendo incandescentes hasta a las paredes de gres.
…“ninguna crónica puede ser así de detallista, ningún género periodístico lleva a ese nivel el relato, es pura ficción. No debe de ser tenido en cuenta por la autoridad competente al intentar resolver el misterio”. Declaró el periodista Gonzalo Guillén al ser interrogado sobre “La crónica de Fuego”, como se le ha venido llamando. “Nadie sabe muy bien porqué se han venido presentando las últimas situaciones, algo hay más allá del texto”, decía el mismo autor. Hasta ahora, ocho años después de la última publicación del texto, más de treinta recintos, entre fábricas, casas, estaciones y centros comerciales han sido incendiados, llevándose consigo a cientos de personas. Nadie sabe qué cosa ha llevado a la población a imitar el comportamiento de aquel personaje solitario, algunos se atreven a señalar, incluso, algún tipo de identificación.
Camilo Ernesto Quiñones
Ex alumno promoción 2022