Cuento de Antonia Grisales, ex alumna de la promoción 2023, ganadora del 1er lugar en el IV Curso-concurso de Cuento y Ensayo de la Universidad del Rosario.
Las campanas anuncian la misa todos los días a las seis de la tarde, momento en el que el camino que lleva de la plazoleta a la iglesia se llena de pies empujados por la fe. Los campanazos acompañan el bullicio de los ladridos de los perros alborotados y los gritos de los niños que juegan en la cancha del frente.
El cenizario se asienta entre la iglesia y la cancha, torcido, impávido, imponente y angosto, aunque altos son los árboles que decoran el barrio, ninguno alcanza la cúspide del edificio. A las seis de la tarde el solitario cenizario goza de la compañía del barrio que lo rodea.
–Amparito Reyes.
–¿Quién?
–La flaquitiquitica y pálida, daba un susto que el viento se la llevara.
–Ay Martica, ni idea.
–Esa niña era preciosa, su ausencia fue motivo de pesar para todos los muchachos del
barrio y también para las señoras que tanta estima le tenían ¡Que guayabo recordar su historia! ven te la cuento para que la recuerdes…
“Amparito fue la tercera hija de la familia Reyes, ese apellido bañado en plata por ser dueño del supermercado del barrio. Niña de zapatitos blancos con la punta chata, un vestido verde oliva, falda hasta las rodillas, mangas bombachas en los hombros, el pelo hasta la cintura y unas cuantas pecas decorando su pequeña nariz. Una muñequita de pocos rasgos bogotanos pero dotada de un encanto invernal, el orgullo de los Reyes.
“Nació por los años en los que Jerónimo Reyes estaba teniendo problemas administrativos, por una búsqueda enfermiza de expandir el chuzo, Amparito fue un buen augurio pues su llegada coincidió con el fin de la inestabilidad. Gran revuelo provocó el hecho de que fuera la primera mujer de la descendencia, aunque esta familia rara vez salía de la boca de la gente. Los meses anteriores, el primogénito, Ricardito Reyes, estaba mostrando sus primeros rasgos del despotismo que más adelante lo caracterizarían, fue miel de chisme porque se agarró a golpes con Federico Ortiz, el distinguido heredero de todas las droguerías del barrio, cuyo ego no pudo soportar el perder uno de las tantos partiditos de fútbol que se jugaban en la cancha al lado de la iglesia.
“También se estuvo hablando del segundo hijo, Juan Manuel Reyes, el intelectual relegado de los espacios sociales que su apellido brindaba, interesado en el pensamiento lógico matemático, e indiferente ante todas las miradas que su belleza e intenso mutismo atraían. Amparito fue el parto más sencillo de Cecilia de Reyes, su bautizo y todo lo involucrado en su nacimiento es, dentro de mis recuerdos, lo que más retrata la estabilidad y buen estado de esa familia.
“Amparito empezó a crecer, cantando en el coro de la iglesia, y enamorando al público con sus presentaciones en la plazoleta al lado de la fuente. Empezó a lucir como una hermosa mujer que debía ser cuidada de los lobos, los varones del barrio, la expectativa alrededor de esa muchacha explotó de manera tensionante en el catastrófico año del 82, año en el que fue internada en la Monserrate dizque por escuchar voces.”
–1982, que buena aquella época, siento calorcito en el pecho de solo recordar las dulces melodías del coro de la plazoleta, eso sí lo ubico de todo esto que me dices, ¿por qué recuerdas tanto a toda esa gentuza? tan chismosa… yo solo abrazo esos años donde gozaba del vino, el tinto hirviendo y los libros de la librería de mi esposo. La nostalgia me pesa y pachurra mi corazón, tal vez este calor en el pecho no es nada más que solo las insulsas caladas de este viejo cigarrillo.
– Dolores, Dolorcita de mi corazón, seguramente debe estar viejo ese cigarrillo, porque el olor está más insoportable que de costumbre, pero no es momento para entregarnos a la apesadumbrada melancolía pues ya no hay nada que pueda pesarnos de verdad, y aún no has logrado recordar a la pobre Amparito.
En el silencio de la profunda noche, el celador de la caseta más cercana a la iglesia suelta el aliento contra sus congeladas manos y escucha la radio a un volumen casi imperceptible. Hasta que un olor a quemado inunda sus fosas nasales, el hombre decide salir de la caseta alertado por un posible incendio, pero cuando se acerca al cenizario, comprueba que solo era el olor de un cigarrillo, siente una calma temporal pues la emergencia por atender no existe, hasta que el treintañero y cansado vigilante comprende que el olor viene precisamente del cenizario, el edificio al que nadie entra. Un escalofrío perturba toda la línea central de su espalda y cada una de sus extremidades. A paso atropellado vuelve a la caseta y de nuevo enciende la radio, porque, Dios lo ampare, pero ni loco entraría al edificio chueco a revisar cualquiera que fuera la emergencia.
– Cecilia de Reyes amaba a Amparito con todo su corazón, aceptaba de vez en cuando que la chica leyera algunos libros, ahora sí seguro que te acuerdas de ella, vi muchas veces la pálida piel de su cara enrojecer de emoción cuando entraba a la librería de tu esposo. Su madre temía que los libros la alejaran de la religión, así que solo le permitía leer de vez en cuando por ese amor tan profundo que le tenía. Y claro está, a escondidas de Jerónimo, mucho más conservador con el asunto. Cecilia dijo después que esas lecturas pudieron influir en el asunto de las voces que escuchaba.
– ¿Nos habrá escuchado a nosotras?
–No seas tonta Dolores, te estoy contando que la internaron cuando estábamos vivas. Mejor déjame terminar… cuando la chica pasaba por enfrente del cenizario y la iglesia, parece que sentía cerca algunas conversaciones aunque no hubiera nadie por allí, cuando decidió contarle a su mamá, esta le prohibió los libros diciendo que eso era el mal entrando en su vida, por alejarse de la tradición cristiana y leer esos textos
herejes.
Yo le tenía mucho cariño a Cecilita porque la atendí muchas veces en la cafetería, pero llamó herejes a textos inofensivos como Cien años de soledad, creo que la mujer no era de mucho leer.
–¿Dónde será que está mi edición de ese libro tan bueno? mi esposo me consiguió una muy exclusiva, ay Martica estoy tan triste, dónde estará todo aquello que tanto valoré y guardé con todas mis fuerzas.
–Dolores ya me estás desesperando, debe estar al lado de tus viejos cigarrillos, no te quejes tanto y escucha que ya casi acabo.
El cenizario está torcido y con vitrales descoloridos, pero nunca ha cedido al peso de la gravedad, todas las personas del barrio aseguran que en el siguiente temblor la torre caerá. Es protagonista de muchas historias de terror, en especial se habla de la famosa historia de una niña a finales del siglo XX que decía ver las almas de los muertos guardados en ese edificio y que nunca se volvió a saber de ella. El celador renunció a su puesto nocturno en la caseta porque escuchó dicha historia tomando tinto donde la nieta de la ya difunta Martica Hernández; se fue sin decir nada por miedo a que le pasara lo mismo que a esa niña.
–“La mirada de Amparito cambió, dejó de hacer tantas apariciones en el coro, sus notas en el colegio bajaron, ese colegio tan caro y de la élite bogotana, se puso más pálida, cosa imposible porque ya era la cosa más blanca que había visto yo. Ricardo Reyes se burlaba diciendo por ahí que tenía una hermana loquita, las más chismosas escuchaban las peleas de Amparito con sus padres en el apartamento esquinero al
frente de la plazoleta. Hasta que en silencio y sin piedad, un martes helado por la mañana, vi por la ventana de la cafetería a Juan Manuel Reyes manejando la camioneta, con una maleta mediana y una Amparo Reyes irreconocible. Los padres estaban tan decepcionados y avergonzados que ni siquiera fueron capaces de llevarla ellos mismos a la Clínica Monserrate. Cecilia adelgazó, daba miedo romperle los huesitos con solo verla, lloraba sin parar pero asegurando que la que se fue no era su hija, a ella se la habían llevado los espíritus del pecado y el mal del mundo. Nadie nunca le creyó a la pobre Amparito…”
La consternación tiene suspendido al barrio en un suceso tan esperado que sorprende. Fue un estruendo aterrador, y una nube de polvo se levantó en cuestión de segundos, todos los pájaros asentados en las copas de los árboles volaron lejos, y el ruido llegó a los oídos de bogotanos inmersos en el caos de la ciudad y ajenos a ese barrio tan tradicional.
Este es el día del derrumbe del cenizario, afortunadamente no hubo muertos ni heridos. No ocurrió en un temblor, ni en una fecha extraordinaria, sólo le pasó lo que algún día le tendría que ocurrir a un cenizario flaco, chueco y mal construido. Se oyen las alarmas de los bomberos y los helicópteros de los noticieros, las abuelitas rezan en sus casas asustadas.
Entre los que intentan ver la catástrofe hay una pareja de adultos mayores, Jerónimo con unos cinco pelos blancos y una calva brillante con lunares, costosas prendas impregnadas de la colonia que siempre usó y las arrugadas manos enlazadas detrás de su espalda. Cecilia agarrando con mucha fuerza el rosario entre sus manos, con las piernas engarrotadas por la artritis, la raíz del pelo blanca y el resto negro por el tinte, unas gafas con un aumento exagerado y un buzo verde oliva, el color de la hija que quedó en el olvido y la vergüenza. Juntos caminaban para la misa cuando ocurrió el derrumbe, y ahora miran estupefactos los
escombros de lo que fue alguna vez el cenizario, sintiendo un miedo y una culpa que nunca habían experimentado. Porque notaron entre los escombros dos cajas intactas de ceniza, que con letras doradas y aún brillando como si fueran recipientes nuevos, decían respectivamente: Martha Hernández y Dolores Quintero.